Estamos asistiendo a un modelo de transmisión del conocimiento más equilibrado entre aspirantes y maestros. Y estamos viendo cómo enanos de siete años aprenden, con la soltura con la que otros aprendíamos las reglas de las canicas, a manejar juegos sofisticados y a conocer significados de teclas, comandos, botones y funcionalidades que a muchos nos cuesta una visita, mínimo, al libro de instrucciones. Estos nativos digitales son los que van asumiendo de manera natural las variaciones que han introducido en nuestras vidas las novedades tecnológicas y se están arrogando el papel de maestros de sus maestros en un escenario social cuando menos distinto, lo que implica el cambio de modelo antes mencionado. La enseñanza del uso de las herramientas necesarias para sobrevivir en esta sociedad ya no es vertical o unidireccional, también funciona de abajo a arriba y permite a hijos enseñar a padres y a usuarios más o menos avezados sacar ventaja en muchos campos a las elites del conocimiento, ancladas aún en un modelo de aprendizaje tradicional.
El problema que se deriva de toda esta teoría es la falta de voluntad para llevarla a la práctica. Punset, a los que a muchos ponen nerviosos sus formas –me incluyo- que no su fondo, explicaba recientemente en uno de sus programas de televisión que el principal mal de la enseñanza en España es que no hemos sabido reaccionar a tiempo y no hemos asimilado que valores, herramientas y conocimiento han cambiado en veinte años muchísimo más que la forma de enseñar. Es decir, queremos enseñar igual que se enseñaba hace diez años a alumnos que evidentemente no son iguales que los de hace diez años. La lógica aplastante de la sencillez… Pero si a eso le unimos que además no queremos asumir que los docentes también tienen que aprender de los discentes en campos como la tecnología, nos encontramos con una nueva situación a salvar y con un nuevo palabro (el de la brecha digital) al que las administraciones públicas consignan fondos para erradicar, en su justificación de servicio público. Una vez más, el dinero como tapadera de nuestros complejos.
La cara opuesta son aquellas personas a las que no les cuesta tirar de voluntad y aceptar el quid procuo que suponen los cambios en la transferencia del conocimiento. Anónimos más o menos organizados que cuentan lo que saben a otras generaciones y que entienden que la enseñanza ni es caridad, ni es un ejercicio de poder. Simplemente son personas que junto con los avances tecnológicos están asumiendo de manera natural avances sociales y culturales, una nueva forma de aprender y enseñar más democrática.